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sábado, 25 de febrero de 2012

NAVIDAD EN LOS 80



          ¡Qué gusto volver a dormir en mi cama, rodeada de mis cosas! ¡Qué gusto volver a estar con mi gente!
          Las vacaciones de navidad fueron para mí como encontrar un oassis en medio de un desierto, un paréntesis de alegría y bienestar.
          La noche del 24 de diciembre cenamos, como era costumbre, en casa, con mis padres, mi hermana con su familia y mi abuelita Andrea, que se vino con nosotros aquellos días. Era lo tradicional, lo que se hacía en todas las casas. Una cena un poco especial y la alegría de poder encontrarnos todos juntos una vez más.Así de simple. Hace días he vuelto por la casa aquella, cerrada desde que murió mi padre, hace ya cerca de doce años, y me "hago cruces" de cómo podíamos caber tantos en un espacio tan reducido. Ahora que estamos acostumbrados a los salones de los chalets, de los cómodos y modernos apartamentos...parece incomprensible, sin embargo éramos felices así, y no echábamos de menos ninguna otra cosa. Seguramente porque se daba importancia a lo esencial.
          Pero me voy del tema...los últimos días del año pasaron a ritmo de vértigo. Por la mañana leía y escuchaba música, por la tarde salía a pasear o a alguna cafetería con mi novio ( ahora es mi marido) y otros amigos. Querían saber cómo me había ido, cómo era mi vida en el pueblo, cómo pasaba el tiempo y qué lugares de diversión había, pero yo no tenía grandes aventuras que contar y tampoco me apetecía hacerlo, mi vida en el ambiente rural no era demasiado interesante, y  lo que quería era pasarlo bien, aprovechar el tiempo, ir aquí y allí, y sobre todo ir al cine ¡Con lo que me gustaba! Bueno...me gustaba y me gusta. Del pueblo no queria ni acordarme, y no porque me trataran mal allí, pero sabía lo que me esperaría a la vuelta y por eso quería disfrutar al máximo. ¡Nunca saboreé las navidades tanto como entonces!
          La noche de Fin de Año, después de tomar las uvas, me fuí a una casita de campo que tenían mis padres, un chalecito pequeño para pasar los veranos, con toda la tropa de amigos. Compramos bebidas, cosas de comer, llevamos un tocadiscos portátil con un montón de discos de vinilo de los de antes, disfraces..y todo lo que se nos ocurrió para pasar una noche divertida al cien por cien.Uno de los amigos se llevó una piel de tigre con cabeza, y como la casita estaba cerca de la carretera, cuando pasaba un coche salía con la piel de tigre puesta en la cabeza a hacer autostop. El alboroto no podía ser mayor ¡No paramos de reír , bailar y pasarlo bien!. El día siguiente nos sorprendió comiendo frutos secos y contando anécdotas, y alguno que otro un poco "trompa" tirado en el sofá o algún sillón. A las siete de la mañana, dos de los chicos fueron a la ciudad a buscar una churrería abierta, mientras las chicas nos quedamos preparando el chocolate...¡Qué tiempos!¡ Con qué poco nos conformábamos! Después del desayuno, recogimos todo y nos fuimos cada uno a su casa a dormir. El 1 de enero,  Año Nuevo, lo pasamos casi todo él durmiendo.
          Los días se aceleraban cada vez más y antes de que me diera cuenta ya habían pasado todas las fiestas. Sin saber cómo me encontré otra vez haciendo la maleta y con la mirada puesta en la clase y los niños. Mi abuela salió a despedirme hasta la puerta de la calle, y con lágrimas en los ojos, lo mismo que cuando llegué, me dijo que me cuidara mucho...¡Qué lejos estaba yo de saber que esas serían las últimas navidades que pasaríamos juntas!

domingo, 19 de febrero de 2012

LA LLEGADA DE LA NAVIDAD



          ....Un día a mediados de diciembre, la madre de uno de mis pequeños alumnos llamado Ángel, se presentó por la mañana con un queso y unas figuritas de mazapán.
-Tenga, señotita, para que celebre la Navidad con su familia. El queso es de cabra y el mazapán lo hemos hecho nosotros.
Me puse tan azarada, que no acerté más que a decir:
-Muchas gracias, pero no era necesario que se hubiera molestado...
-No, no- me cortó- Si no es ninguna molestia. Si le estamos muy agradecidos, y el niño viene muy contento a las clases...
          Yo desconocía que en aquel rinconcito manchego todavía se conservaban las viejas tradiciones de regalar algo de comer a los maestros cuando llegaba Navidad. Y todos, el que más y el que menos, aunque no tuvieran mucho que ofrecer, hacían el esfuerzo de llevar alguna cosilla. A mí me costaba trabajo aceptarlo algunas veces , pues sabía que eran gente humilde, que vivían del campo, de las viñas, de lo que podían,y que muchas veces andaban con lo justo. pero no me podía negar a coger lo que llevaban porque lo hubieran considerado una descortesía por mi parte. Y así fue como, la víspera de las vacaciones me junté con un montón de paquetitos y tuve que llamar a mi madre para advertirle, que no comprara dulces aquel año , que llevaba  unas cuantas cajas y se echarían  a perder.

             Los días previos a la partida vacacional transcurrieron, tranquilos pero alegres. No disponía en la clase de ningún adorno de navidad, ninguna bolita de color o espumillón para colocarlo por la pared, asi que tuve que echar mano de la imaginación y con unas barritas de plastilina que había en el armario hice un pequeño nacimiento, ayudándome con algunas ramitas y piedras que encontré en el patio de recreo. Los niños trajeron las panderetas y aprendieron algunos villancicos que luego le cantábamos al Niño.Pero el ratito que más disfrutaban era cuando nos sentábamos en la alfombra y contábamos cuentos de navidad. Eran unos momentos que adoraban, y yo con ellos. Allí, al calorcito de la estufa saqué todo mi repertorio de historias, las que había leído, las que me habían contado, o las que me inventaba. Me miraban fascinados, atentos a todas las palabras que salían de mi boca,que unas veces eran graves, otras agudas, otras semejaban a alguien que se enfada, que se sorprende...dependiendo del personaje que hablara, y ninguno se distraía, estaban todos atentísimos. ¡Que distinto es ahora! Cuando he intentado contar un cuento en los cursos bajos, hay siempre algunos que no quieren escuchar, están tan llenos de estímulos por todos lados, tan artos de todo, que no saben saborear esos bellos momentos...
          El último día me despedí de mis pequeños alumnos con un beso y deseándo que los Reyes les trajeran muchas cositas buenas. Yo, por mi parte, estaba feliz. Feliz de volver a mi casa,a reencontrarme con mi familia y mis amigos.Hacía tiempo que lo venía saboreando
           La noche antes ya había dejado la maleta preparada, y a las dos del día siguiente esperaba impaciente en la plaza el autobús que me llevaría de vuelta a mi hogar. Cuando subí y me senté en mi asiento, oí detrás de mi  una voz, que en forma de susurro decía a otra persona: "Esta es la maestra". Pero ya no me importó, en poco más de una hora sería una persona perdida entre otras muchas. Al ver como aparecían en el horizonte, la torre de la Catedral y los cuatro picachos del Álcázar de mi pequeña ciudad mi corazón estalló de alegría.  Mi madre me recibió con un beso emocionado y mi abuela Andrea, que pasaba las vacaciones con nosotros, no pudo contener las lágrimas...¡Volvía a mi hábitat!
    

viernes, 10 de febrero de 2012

...Y LLEGARON LOS FRÍOS



          Los días se fueron acortando y el frío comenzó a aparecer. En la clase teníamos una estufita de butano que calentaba poco y mal. Desde el primer día se convirtió en mi mayor pesadilla.No vivía tranquila  pensando  que alguno, con su ir y venir alocado, se cayera encima y se quemara sin querer. La coloqué en una esquina, lo más lejos posible del paso de los niños y a ellos les atemoricé para que no se acercaran, pero aún así no me relajaba y estaba más pendiente de la estufa que de cualquier otra cosa. Tampoco solucionaba mucho ese pequeño artefacto, en una clase tan grande como aquella y de techos tan altos, era insuficiente el calor que producía . Las manos se me quedaban heladas escribiendo y de vez en cuando tenía que acercarme a ella a calentarlas para que pudieran seguir funcionando. Aunque la verdad es que prefería pasar un poco de frío antes que ocurriera algún accidente. Estaba siempre inquieta con la dichosa estufa...¡y el inverno todavía ni había empezado!

          Cuando cerraba la verja de la escuela por la tarde, era ya casi de noche, las calles estaban desiertas y solo el olor a leña de las chimeneas encendidas hacía suponer que el pueblo estaba habitado.Era un olor que me gustaba porque sabía a pueblo, a campo, a ambiente rural y porque donde vivía no lo había, y era un olor bonito, entrañable , de otoño, que me llevaba a mi infancia, cuando en una pequeña casita de campo que tenía mi padre encendíamos el fuego de la chimenea..Y así, envuelta en mi abrigo y mis recuerdos, con el bolso en una mano y en la otra un montón de cuadernos, recorría el corto espacio hasta  mi cuarto solitario. Lo hacía sin prisa, alargando el momento de la llegada, pese al frío y lo desapacible del tiempo porque sabía que, una vez  allí ,me esperaban largas horas de aburrimiento hasta que llegara la hora de cenar en el Casino.

          A primeros de noviembre el tiempo empeoró, llegaron unas lluvia muy intensas que dejaron el pueblo convertido en un lodazal. Las calles, en su mayoría de tierra, se volvieron intransitables y la luz sufrió varios apagones.  Uno de aquellos días de temporal ,a las nueve, como era mi costumbre, iba a dirigirme al Casino para cenar, cuando Felisa me detuvo:
-¿Dónde va, usted? ¿No ve la que está cayendo?
Pero yo obstinada en salir no le dí importancia a la cortina de agua que no dejaba ver lo que había detrás
- Si no es nada, cojo el paraguas...si el Casino está aquí, a un paso...
Y sin esperar respuesta me marché. Pero no conseguí ni tan siquiera doblar la esquina. Las calles se habían convertido en verdaderos ríos que no respetaban ni aceras, ni portales, ni nada que estuviera a ras de tierra. Venían turbias, llenas de lodo y de ramos , cantos y  todo lo que conseguian llevarse a su paso. Yo intentaba sortear el agua saltando de piedra en piedra a la vez que luchaba para que el paraguas no me fuera arrebatado con la fuerza del viento. El agua me azotaba la cara, me empapaba el pelo, el abrigo y se me metía en los zapatos y los encharcaba. Me dí cuenta que había sido una locura salir, pero aún así intenté seguir un poco más. El Casino estaba doblando la esquina y bajando un poco la calle, pero al alcanzar la siguiente casa, el pueblo entero quedó completamente a oscuras y ya no ví ni calle, ni esquina, ni nada de nada. Quedó todo oscuro " como boca de lobo" y yo a merced del temporal. A tientas,volví sobre mis pasos, muy pegadita a la pared de las casas hasta dar con la de Felisa.  La mujer, al verme aparecer en aquel estado lamentable, se llevó las manos a la cabeza. Y yo a  modo de disculpa le dije.
-.No pensaba que el tiempo estaba así.No he podido ni llegar a la esquina...
-¡Ande, ande, pase! ¡Séquese un poco y baje luego a tomar algo caliente con nosotros!
Y así lo hice.  El caldito que me preparó me reconfortó y yo se lo agradecí en el alma.Cuando la luz volvió, vimos por la televisión que toda la España norte estaba inundada, y que el agua en muchas aldeitas se había llevado las casas y los enseres
-¡Todavía tenemos que dar gracias a Dios!- comentó Felisa

          A la mañana siguiente la lluvia se marchó, pero dejó el pueblo sucio, lleno de barro, piedras, ramas rotas y  charcos insalvables. Las calles tardarían mucho tiempo en volver a su aspecto habitual Aquel día me las ví y me las deseé para llegar a la verja.

          Ahora, cuando salgo de mi actual colegio por la tarde y voy de regreso a casa en mi coche, me acuerdo de aquellas tardes, me vienen a la memoria el olor de las chimeneas, el color del cielo, el frío desapacible de la estación otoñal...y pienso...¡Treinta años ya me separan de aquello! ¡Cómo ha podido pasar el tiempo tan deprisa! Entonces era joven e inexperta, ahora ya no soy joven pero si acumulo una gran cantidad de experiencias que me han hecho conocer y manejar  bien esta profesión. El tiempo no es tan despiadado como nosotros creemos, pues aunque nos quita la vida lentamente nos da otras cosas a cambio.



         

sábado, 4 de febrero de 2012

¡MI PRIMER CLAUSTRO!



          Éramos un claustro joven. Diez maestros en total que no rebasábamos los cuarenta años, pero yo veía a los compañeros mayores y experimentados, cuando se ponían a hablar de temas relacionados con la administración y los padres, tomaba conciencia de que mi ignorancia era absoluta, no sabía cómo tratar a los padres , ni cómo resolver un conflicto , ni tampoco desenvolverme en la administración. Me quedaba con la boca abierta cuando veía al director, Manolo se llamaba, manejar las situaciones difíciles en los Consejos Escolares cuando algún padre enseñaba las uñas o cuando tenía que pelearse con la Delegación para que mandaran material o recursos humanos. Todo eso a mí se me hacía un mundo, pero lo fui aprendiendo poco a poco, a base de trompicones, de errores, de noches sin dormir. Son lecciones que no se enseñan en los libros, las enseña la vida, y es necesario vivir para aprenderlas.
          A mediodía comía con mis compañeros en casa de uno de ellos que estaba soltero. Éramos un grupito de cinco. Nosotros mismos hacíamos la compra y la comida al salir de clase. Teníamos un menú establecido para cada día que duraba una quincena, cuando terminaba volvíamos a empezar.  Quinientas pesetas nos daban para comer los cinco días de trabajo. Allí fue donde dí mis primeras clases de cocina. Cuando llegué a penas si sabía freír un huevo, pero rápidamente aprendí a rehogar verdura, hacer filetes rusos, ensaladilla, pescados...¡y hasta paella! Antonio, uno de nosotros, había tenido un bar y a veces nos hacía unas tapitas que estaban deliciosas.
          Aquel era el mejor momento del día, el único en el que podía establecer una comunicación. Las bromas, las risas y hasta las carcajadas estaban siempre presentes, como si fuéramos todavía adolescentes ,sacábamos chiste de todo y nos reíamos hasta de nuestra sombra. No recuerdo en todos los años que he trabajado haber reído tanto con los compañeros como entonces. Me sentía a gusto y cómoda, y esperaba con ilusión que llegase ese ratito,lo disfrutaba con alegría, sabiendo que una vez pasara volvería a la soledad de mi cuarto.
          Después de terminada  la jornada escolar, ya no los volvía a ver hasta el día siguiente.
Tres de ellos vivían en el pueblo, dos  lo hacían a la fuerza, obligados por las circunstancias, como yo., y no salían casi nunca.  El caso de Manolo era diferente. Él era de allí y estaba absolutamente integrado con la gente del lugar, los conocía, hablaba con ellos y muchas noches se acercaba hasta el Casino a tomar unos vinos. A veces coincidía con él cuando iba a cenar y tomábamos un café juntos.
          Son historias de antes que ahora producen nostalgia y se recuerdan con cariño, aunque muchas veces no fueran precisamente un camino de rosas.